domingo, 25 de septiembre de 2011

Y eso fue lo último que él oyó de ella (Juan Martín Romero Sanz, 4to. Et. III)

Todo el revuelo comenzó con un gran suceso que ocurrió en un pequeño y remoto pueblo de La Pampa, un lugar tradicional y bien rural, donde nadie nunca esperaría que algo interesante pudiera pasar.
Todos los días allí eran como cualquier otro, predecibles, sin ningún oscuro recoveco por descubrir o ningún espacio disponible que pudiera dar lugar a sorpresa alguna. Una vida más bien rutinaria, tal vez hasta aburrida.
Con una población que a duras penas llegaba a los cien habitantes, resultaba difícil tener una vida privada. De hecho, todos se conocían, y las noticias viajaban prácticamente antes de que los acontecimientos tuvieran lugar. Sin embargo, por más increíble que parezca, el pueblo tenía sus encantos y por más quejas que los vecinos dejaran en las puertas de sus casas, sabían que no preferirían vivir en otro lugar que no fuera Cayupán. Sólo el hecho de percibir un leve aroma a frutos amargos, les hacía recordar a más de uno que a pesar de todo, estaba en casa.
Como todo pueblo rural, los hombres se dedicaban al campo, a la cosecha y la venta de lo que éste producía. Por otro lado, con la excepción de algunas mujeres que tuvieron la oportunidad de estudiar en su momento y ahora enseñaban en las pocas escuelas que quedaban en pie, la mayoría de ellas destinaba su vida al cuidado de su casa y sus hijos, que aparte de ir al colegio durante el día, en su tiempo libre ayudaban a sus padres en su trabajo y aprendían a realizarlo para llevar a cabo la empresa familiar en un futuro próximo.
Martín, por el contrario, nunca logró tener ni siquiera una pizca de interés en el trabajo de su padre, ni logró comprender el porqué de la presión que éste ponía sobre sus hombros para que aprendiera como todos los demás la labor campestre.
La realidad es que Osvaldo, el padre de Martín, era un neurótico de nacimiento. Siempre fue una persona nerviosa en demasía, insegura de sí misma, preocupada pero ocupada con su hogar y su hijo. Su trabajo le demandaba la inversión de largas horas de su vida, hecho que nunca le impidió cumplir de la mejor manera posible su rol de padre, más aún luego de la muerte de su querida esposa, momento que marcó un antes y un después en la vida familiar. Osvaldo resolvió aferrarse a su hijo, pero eso no le quitaba esa sensación extraña de incomodidad, de incertidumbre acerca del futuro, de la duda acerca de sus capacidades como padre de Martín. Es que todas aquellas inseguridades que desde el primer recuerdo de vida lo habían acosado, se veían un tanto reforzadas como resistentes a toda especie de logro tanto personal como profesional.
Desde la partida de su madre, la casa de familia tenía un tinte lúgubre, oscuro. Ese jardín que alguna vez había estado colmado de flores, sólo estaba poblado por tierra infértil, inútil y por algún que otro insecto que decidía pasar por allí pero no para quedarse.
Sumado a todas las problemáticas que el terreno presentaba, una gran sequía atacaba el pueblo de Cayupán, disminuyendo aún más las posibilidades de que esas tierras resultaran útiles alguna vez, y aumentando los rebosantes nervios de Osvaldo acerca del futuro, que a cada paso le resultaba más incierto.
La verdad es que ese pueblo había dedicado su existencia devotamente a las labores del campo, y si éste no estaba disponible para trabajarlo, no sólo Osvaldo sino todos los hombres del pueblo, quedarían sin trabajo. Lo único que se percibía en el ambiente ya no era ese delicioso aroma a frutos amargos que los hacía sentir en casa, sino un aroma a desasosiego que invadía el aire a cada momento más denso.
Martín, que desde su cama observaba el triste jardín de su casa, se resignaba a caer en ese círculo vicioso que había condicionado el estado de su padre y de su vivienda, y que ahora iba también en busca del pueblo. Extrañamente, él, el niño que por los vaivenes del destino tuvo que ser testigo en más de una ocasión de situaciones en extremo desagradables, y que tanto había sufrido, contrariamente a todos aquellos que lo rodeaban, se sentía más que nunca deseoso de reconvertir su realidad.
Era tanto el deseo de Martín de modificar el estado general de las cosas, que varias de sus noches transcurrieron sin que él diera cuenta de ello. Hambriento y cansado de pensar, decidió salir por la puerta trasera a simplemente observar el jardín y a pensar en su madre, en cuánto la extrañaba y en cuánto habían cambiado las cosas desde su partida. Sollozaba, escondía su cara en sus manos orgullosamente por mera vergüenza a que alguien pudiera verlo llorar, y volvía a mirar por entre sus dedos los restos de ese hermoso lugar.
Escuchó una voz. Martín no se inmutó, ya que suponía que provenía de alguna de las casas linderas, y siguió llorando. Escuchó esa misma voz repetidamente. Cada vez más fuerte e increíblemente cada vez más agradable. Sacó sus manos de su cara, miró a su alrededor pero no encontró nada. Se paró y se decidió a escuchar detenidamente para distinguir de dónde provenía. Era un canto indescriptiblemente hermoso, celestial, armónico.
De alguna manera esa voz le resultaba familiar, estaba seguro que en algún momento, en algún lugar de su corta vida la había escuchado, tal vez por sólo un instante, pero de alguna forma había quedado grabada en su memoria.
Frustrado por no saber el origen, ni poder descubrir a la portadora de esa extraordinaria voz, entró a su casa, pero con un andar y un espectro distinto al que lo caracterizaba; se encontraba ahora esperanzado de haber hallado algo tan único en medio de tanta inquietud. Algo en él había cambiado. Estaba ansioso, expectante por volver a oír esa voz que tanto le resonaba en la cabeza. Trató de repetir ese cantar por sus propios medios. Se encontraba inspirado.

Ya era de día y Martín se encontraba anonadado por los sucesos del día anterior, sin saber que iba a ver algo que lo iba a sorprender aún más. Mientras salía al jardín, quedó mudo. En ese terreno que tan infértil parecía y en medio de tan terrible sequía, había crecido una flor. No podía creer lo que estaba viendo.

Escuchó la voz. Escuchó la voz otra vez. Se dispuso a acompañar ese canto, dándose cuenta de que era la canción de cuna que su madre solía cantarle, y que era esa misma voz la que estaba reproduciendo ese canto. Aunque trataba de convencerse de que era todo un producto de su imaginación, y de que por alguna razón remota la sequía había mermado, por dentro estaba seguro de que todo lo que ocurría era real. Y fue así que todos los días volvía al jardín a cantar junto a esa voz maternal que lo inundaba de paz. Y casualmente, en cada visita, encontraba el jardín cada vez más poblado.

Martín corrió a mostrarle a su padre lo que había pasado. Las noticias corrieron velozmente. Todos los vecinos se acercaron a disfrutar y a tratar de entender qué había pasado en ese jardín, qué era lo que había cambiado. El aire se había modificado otra vez. Cada brisa traía el aroma de los frutos amargos, y la realidad de lo que alguna vez ese pueblo había sido. Osvaldo y Martín simplemente decidieron disfrutar lo que estaba sucediendo, sin preguntarse el por qué, el cómo, el cuándo de los acontecimientos. No tenía sentido desperdiciar el tiempo en obtener respuestas que no iban a mejorar su situación de ninguna manera, sino sólo traer incertidumbre.

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